La Sombra Del Bacá - Verdad o Mito
- Miss Culture
- 4 may 2020
- 7 Min. de lectura
Actualizado: 18 may 2020
En la mayoría de las regiones rurales de la República Dominicana se escucha una leyenda oscura de ofrendas a un ser de maldad absoluta: el Bacá, una entidad demoníaca con la cual se hace un pacto con el fin de obtener bienes materiales en abundancia y bonanza económica.
Origen de la Leyenda
El origen de la criatura divaga entre cientos de versiones según la región que se visite, no obstante, todas llegan a la misma conclusión: “Es una criatura del infierno que encontró un camino hasta aquí”. Según las malas lenguas del rumor, la leyenda de su mezcla con los humanos nace a raíz de que ciertos hacendados y campesinos, hombres poco cultos, sin herencia alguna ni trabajo arduo, de repente empezaron a ostentar una riqueza envidiable. La historia hubiera podido no haber pasado de un simple rumor, si lo único notable hubiese sido el exceso de los bienes materiales y los bruscos cambios a una finca cien veces más grande, la multiplicación abrupta de ganado y mercancía, y las finas ropas que llegaron a reemplazar a los harapos. Sin embargo, una sombra aparecía como factor común en cada una de las historias: muertes, enfermedades, locura, desasosiego, un sinfín de calamidades y catástrofes rodeando de manera serpentina las propiedades de aquellos a los que se les atribuía la posesión del Bacá.
¿Qué es el Bacá exactamente? Se preguntarán los más curiosos. Algunos quizá ya lo hayan imaginado usando como referencia alguna de las tantas caras que se les atribuyen a los demonios: cuernos, ojos rojos, cola puntiaguda y pezuñas capaces de matar de un solo rasguño. ¿Cuántas veces no se ha repetido, por ahí, la frase de que “La realidad supera la ficción”? Según algunos testigos, que aseguran, incluso, haberse topado frente a frente con un Bacá, estos no son para nada tan fantásticos como los han querido describir quienes realmente ignoran la naturaleza del mismo. Son comunes, más precisamente, animales comunes. Un perro atado a la parte trasera de la casa, un toro, que ruge rabioso desde el interior de una barraca, un caballo rebelde que siempre está alejado de la casa. Un jabalí, incluso, separado de los otros animales del corral. Cautivos durante el día, libres por la noche para asumir su verdadera figura y vigilar, para cuidar las posesiones que ha ayudado a conseguir, espantar a los astutos que planean sacar provecho, alimentarse de la maldad de la oscuridad de la noche, o de algún desprevenido humano o animal que se les antojase durante su paseo nocturno.
¿Quiénes caían ante la tentación del sediento Bacá? ¿Cómo hacía éste su aparición para tentar a las almas con sus tesoros de abundancia? Desafortunados, en mayor caso, enamorados no correspondidos que buscaban llenar su falta de amor con materia. Padres desesperados y preocupados por el futuro de sus hijos, y para que, probablemente, estos no murieran de hambre o vivieran en la más absoluta pobreza, empeñaban sus propias vidas, con la excusa de salvarlas. Porque, si ni siquiera la mayoría de los humanos da nada sin pensar en algo a cambio, ¿por qué lo haría la bestia que emerge de las profundidades de la Tierra? ¿Cuál es la única cosa que los ángeles y los demonios pueden usar de los seres humanos? El alma. Según las malas lenguas, el Bacá se va alimentando lentamente del alma de la persona que hace un pacto con él, a través de la avaricia que lo consume por la posesión de los bienes, y del sufrimiento, que el mismo Bacá le ocasiona con el paso del tiempo. No hay forma más certera para robar el alma de un ser humano, que exprimirla a través de las lágrimas del sufrimiento.
He aquí la historia de Aridio, un pobre ganadero que soñaba con comprar la finca de los Fernández, una familia adinerada que vivía desde hacía más de tres década allí. La fama de su fortuna era inmensa, y se rumoraba que la misma se debía a los fértiles terrenos de la propiedad, ubicada a pocos kilómetros de un riachuelo, dentro de la selva todavía virgen, que rodeaba la región. Aridio vivía en una pequeña choza cerca de allí, cada día, cuando llevaba a sus hijas de cuatro y siete años a la escuela, pasaba junto a la finca con melancolía y se decía a sí mismo: “Algún día serás mía, no tengo mayor alegría”. Repitió lo mismo todos los días de la semana, durante un año, hasta que un día, cuando regresaba tarde en la noche de una fiesta con unos compañeros, pasó cerca de la finca y escuchó un perro que aullaba no lejos de allí. Apresuró el paso, pero vio como aquel animal, más grande de lo común para su raza, cruzaba de un lado a otro la calle, escondiéndose entre los matorrales. La bestia se había comportado como si pensara y calculara. Casi corrió para salir de allí y llegar hasta su hogar, y tras un seco aullido, miró al lugar de donde provenía el mismo y vio a un hombre negro como la noche, con los cabellos blancos como la luz de la luna, sonrió fuertemente y le dijo: “Tú alma vale mucho, pero no te da para comprar esta finca”. Quiso correr, pero se detuvieron sus intenciones cuando el hombre habló una vez más y le dijo: “Dime que me dejarás usar tu alma y te doy esta finca”. ¿Qué podía perder? Se preguntó a sí mismo. Si era verdad, ese hombre podría usar su alma de vez en cuando, él seguiría vivo, con un alma alquilada, en el lugar de sus sueños, y en su defecto, ya estaba bien entrado en edad, por lo que vivir sus últimos tiempos en esa finca, no podría significar mal peor para él, que la vida que actualmente llevaba; mendigando el pan y trabajando de sol a sol por pocos e, incluso, nulos resultados.
“Te doy mi alma completa, si la quieres, esa finca es mi mayor alegría”. Dichas las palabras, efectuado el trato. El hombre se desvaneció con la oscuridad y un último aullido se escuchó. Dos semanas más tarde, Aridio volvía a casa desde su trabajo, y encontró un bulto negro que en su interior escondía una ingente cantidad de dinero, sin poder creerlo, lo llevó a su casa, para descubrir, que no era tanto como para comprar la finca, pero sí lo suficiente para cambiar estrepitosamente su pusilánime modus vivendi. Estaba decepcionado, no mentía, sí sabía el dicho de que “A caballo regalado no se le mira el colmillo”, pero ese hombre le había prometido la finca.
Una semana más tarde hubo una fuerte tormenta que provocó derrumbes y el deslizamiento de los ríos cercanos, trayendo a la comunidad basura y desperdicios que les tomó casi una semana limpiar por completo. Pocos días después, los Fernández anunciaron que subastarían la finca y todos sus bienes al mejor postor, sin importarles que la suma acordada al final, no fuese la del valor real de la propiedad. Querían vivir en la ciudad, tenían mucho dinero en efectivo, y lo que consiguieran por la finca sería suficiente para emprender su nuevo camino. La región estaba habitada, a diferencia de los Fernández, de pobres ganaderos y mercaderes que no ostentaban grandes fortunas. Aridio, sin embargo, tenía en su propiedad la cantidad suficiente de dinero para que nadie pudiese mejorar su oferta, por mucho.
¡Cuánta felicidad sintió Aridio cuando se vio dentro de su propiedad y se proclamó dueño y señor de la misma! “¡Mi mayor alegría entre mis manos!”, se dijo, una y otra vez.
Las primeras dos semanas fueron maravillosas, como parte del trato con el hombre, que no era más que un Bacá, debía adquirir un buey que estuviese siempre amarrado al patio de la casa. Aridio no permitía que sus hijas jugaran cerca de allí. Los vecinos cercanos aseguraban que escuchaban horribles ruidos por las noches y que a veces les parecía ver un fuego que se expandía y se apagaba de repente, a altas horas de la madrugada.
Cierto tiempo después, alguien que se topó con el padre de los Fernández en la capital, le preguntó por qué habían prácticamente regalado la finca al mejor postor, siendo aún de tanta productividad, y el hombre pensativo sólo respondió: “Las víboras son enemigas del hombre desde el comienzo de todo, y nada se puede hacer cuando alguien se queda sin hogar y está dispuesto a reclamar uno nuevo”.
El diluvio había traído muchas cosas de la selva virgen, y entre esas cosas, un nido de serpientes que había sido arrastrado por el agua hasta la parte trasera de la finca, cerca de un campito verde y bonito por el cual cruzaba un riachuelo. Las serpientes, más de veinte, se habían acomodado en un hoyo, cerca de un árbol de mango y una noche, la hija mayor de las Fernández fue sorprendida por una de las víboras cayéndole encima mientras tomaba el fresco. La joven salió despavorida y la serpiente no le hizo nada, pero no porque no quisiera, sino porque la joven muy astuta en su huida. Esta especie de víbora era muy peligrosa, y una sola mordedura podría ser mortal. Según un experto, las serpientes se irían solas con el tiempo, pero hasta que eso pasara, se quedarían allí y no había forma humana de ahuyentarlas, incluso, se estaban preparando para una nueva etapa de reproducción.
Ese lugar era tan bonito, que las hijas de Aridio decidieron ubicar allí una casa de muñecas, y un día cualquiera, cuando el sol brillaba en todo su esplendor y los árboles bailaban con el viento, cinco serpientes sorprendieron a las niñas y las mordieron hasta dejarlas exánimes sobre la yerba, con sus cuerpecitos angelicales repletos de mordidas. Aridio escuchó los gritos, pero sólo para encontrar este espectáculo, que más que sorprenderlo, le susurró al oído una oscura verdad. Fue la esposa quien empezó a gritar y a llorar primero, al contemplar el escenario. “Mis niñas, mis bebés. No te las lleves que ellas son mi alegría, mi mayor alegría”. Aridio escuchó esas palabras y se llevó ambas manos a la cabeza, antes de soltar el alarido, y cuando lo hubo soltado, miró entre los matorrales y vio al buey, que lo miraba y comía de la yerba, y hubo un momento, en el que Aridio pudo o creyó contemplar una sonrisa en el rostro de la bestia.
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